El orgullo de Nueva Orleans

Nació en Nueva Orleans, en una fecha de la cual nadie tiene certeza total, pero recuerdan que fue a principios del siglo XX. Sus raíces, dicen, las tiene en África, pues sus oscuros ancestros llegaron de tierras áridas. Fueron traídos para ser explotados, maltratados y hechos menos, por lo que los lamentos se convirtieron en su único refugio: lágrimas vueltas notas, llantos transformados en versos. Azules, nombraron a sus cantos, probablemente por el matiz de la tierra a la luz de la Luna, cuando podían entonarlos. La tristeza es color azul.

Acto natural, los lamentos crecieron, se desarrollaron y maduraron. Era momento de que se reprodujeran. Gracias a su interpretación callejera, ganaron popularidad y galantería; así que otros géneros se les acercaron y comenzaron una lenta relación. Producto de ella surgieron dos retoños que, con el paso de las décadas, se convertirían en verdaderos gigantes. El más pequeño es quizá el más conocido y explorado, aunque también vulgar y libertino: “mecerse y rodar” es su bandera; mientras que el otro, el mayor, aunque ha sido desvalorizado buena parta de su vida, es recatado y estricto, mas de un espíritu libre poco conocido.

Sí, es el orgullo de Nueva Orleans. La tintura marina se tornó celeste gracias a los coqueteos de su padre con otros estilos, y fue engendrado con un alma única: la síncopa, cuya propiedad esencial es la cadencia que conduce el andar pausado de la Pantera Rosa: suave, sensual; aunque conciso.

Charlie Parker

El jazz surgió como expresión obligada de una raza marginada que, como cualquier otra, tenía la necesidad de una vía de escape para reconocerse a sí misma. De la mano de Euterpe, su intención llegó tan lejos que se ha expandido por todo el mundo y tan alto que ha alcanzado niveles sublimes de composición. Logros, por cierto, hechos menos, pues el mercado global ha permitido a cualquier agradable conjunto de sonidos traspasar fronteras sin cruzar por las aduanas de la calidad.

Ahora, igual que todo producto mercantil, la música se presenta cuidadosamente empaquetada, sellada y clasificada. Lo artístico queda hecho a un lado desde el momento en que se crean organigramas para reconocerle a quienes más ensanchan sus carteras con las elegantemente llamadas regalías. “Dime cuántas listas encabezas y te diré quién eres…”

Al margen de aquel río vertiginoso, sin embargo, corren aguas más serenas, con oleaje discreto, casi imperceptible, pero de bellos contrastes a la luz del sol. Quienes viajan a través de ese caudal, lo hacen en balsas de madera, adornadas con brillantes retoques de metal. Fieles a su tradición, son celosos adeptos de sus maestros alemanes —apenas si han tallado las banderas de sus países en las barcas— y de su escuela, la de la música clásica.

Cautelosos en su remar y altivos al izar las velas, han hecho a un lado a quienes no naveguen en embarcaciones forjadas de los mismos materiales que las suyas. Peor aún si en sus etiquetas cuelga la leyenda “Hecho en América”. Y mucho más si fueron talladas por manos negras. Proveniente de una época en que el viejo continente estableció las bases de cómo se debe hacer arte y lo que se debe considerar bello, la tradición conservadora de la música discrimina todo aquello que no se rija por sus reglas armónicas.

El peso de los siglos que arrastran en la cola de sus fracs los compositores clásicos no les ha permitido romper la cerradura barroca de su armonía. Por eso ignoran que el jazz, un género con 100 años de edad, cuenta con un catálogo de precisiones teóricas tan elaborado y nutrido como el suyo.

En una ocasión, mi maestro de armonía jazzística nos contaba la historia de su último día de estudios en el Conservatorio Nacional: Estaba él apenas en el primer semestre y tomaba la misma materia, pero aplicada a la música clásica. El profesor les explicaba lo complejo de sus reglas cuando comenzó a criticar a los jazzistas, pues aseguraba que eran unos ignorantes músicos de segunda. Mi maestro, entonces aprendiz y eterno amante del ritmo sincopado, inmediatamente le reclamó y le retó a sentarse al piano para tocar una de las complicadas piezas de jazz que conocía. Su profesor, sonrojado e impotente, lo expulsó de la clase, y él renunció para siempre a la música clásica.

Miles Davis

Así, tantos otros conservadores de la sonoridad menosprecian el jazz, al que en realidad desconocen. Tienen una visión tan romántica de su arte que los hace llegar a una conclusión catastrofista: ya no hay músicos brillantes; ésos se quedaron en el siglo XVIII. La novena sinfonía de Beethoven todavía es la pieza fundamental en el repertorio de gala de cualquier orquesta filarmónica.

Pero, si es el caso de que la música clásica pasa por una crisis, no ocurre lo mismo con tantos otros géneros, entre ellos el jazz. Éste se ha desarrollado incansablemente desde su nacimiento en las calles de la vieja Nueva Orleans: ha pasado por el swing, el bebop, el hardbop, el dixieland, el big band, el ragtime hasta llegar a nuestros días en formato acid jazz, una especie de jazz electrónico.

Además, la música clásica de los negros —como algunos se han atrevido a llamar al jazz— se ha relacionado exitosamente con estilos de otras partes del mundo, con lo que ha dado nacimiento a verdaderos géneros por sí mismos. De tierras amazónicas, se mezcló con la bossa nova brasileña, de donde surgiría la vista-pasar-por-todos Garota de Ipanema.

Se fusionó también con la salsa, y se le llamó jazz latino; lo mismo ocurrió con el son del caribe, que dio origen al jazz afro-cubano. En fin, su descendencia es tan promiscua que es mejor dejar de hablar de ella, para no confundirla innecesariamente como una música exclusiva de trompetas.

Lo cierto es que, a pesar del descrédito proveniente de los eruditos conservadores de la música, el jazz siempre tendrá con qué hacer contrapeso a las cualidades teóricas y técnicas de lo clásico. Para una orquesta sinfónica, hay una big band; contra un Paganini, existirá un Miles Davis; y en oposición a una ópera, resonará un soul. Sin embargo, contra la capacidad de improvisación en un solo de jazz, no existe nada en la música clásica.