Líbranos del mal

Dejé de creer en la iglesia católica cuando cumplí la mayoría de edad y pude comenzar a hacerme cargo de mis decisiones. Entonces empezaba la universidad y mi carrera me alentó a consumir, en mayor medida y frecuencia, los medios de comunicación. Por el perfil de mis mejores maestros y el de mi propia ideología, mi acercamiento al periodismo se inclinó hacia las publicaciones críticas y de izquierda.

Justo por aquellos meses, el exsacerdote Marcial Maciel fallecía y medios como Proceso y La Jornada retomaban el caso del fundador de los Legionarios de Cristo, quien estaba involucrado en decenas de abusos sexuales a niños sin que se le hubiera juzgado legalmente y sin que El Vaticano ni el papa Juan Pablo II hubieran tomado acciones contundentes en su contra sino hasta 2006, siendo que los abusos habían sido denunciados desde 1997. La iglesia decidió, sencillamente, retirarlo del ministerio sacerdotal y le recomendó consagrarse a una vida de oración y penitencia, casi 10 años después de las acusaciones iniciales.

A pesar de que la religión católica me fue inculcada desde niño y de que prácticamente la totalidad de mi familia obedece a este culto, la repugnante indignación que me provocó el conocimiento de la compleja cadena de encubrimientos en cada eslabón de la organización eclesiástica para proteger a un sacerdote pederasta que, por demás, atribuía millones de dólares de ganancias para El Vaticano cada año, me llevó a tomar la decisión de renunciar permanentemente a ella; además de que sus personalidades más ensalzadas, como Karol Wojtyla (Juan Pablo II) y Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), pasaron de ser personajes admirables, casi santos, a viles criminales dentro de mi particular percepción de los hechos.

La crudeza de mis palabras y lo radical de mis decisiones son producto de toda la información que leí entonces sobre los delitos cometidos por el bastardo Maciel y la cúpula que le auspiciaba. No podía ser indiferente a las dolorosas declaraciones con que las víctimas acusaban al sacerdote y la nula respuesta que recibían por parte de la iglesia en sus súplicas por apoyo. ¿Con qué ingenuidad podría yo seguir creyendo en la profesión de una fe que abandona a sus seguidores en momentos oscuros? Y no me refiero sólo a una poderosa jerarquía atrincherada en la Basílica de San Pedro sino a cada uno de los párrocos de las capillas locales, quienes gozan del privilegio del anonimato mediático para hacer oídos sordos y vista gorda ante los crímenes sexuales que se cometen cada día dentro de su propia organización. ¿Acaso los denuncian frente a su congregación y exigen acciones eclesiásticas y legales en contra de los culpables? No. Si así fuera, un cisma habría ocurrido hace muchos años en el catolicismo.

Como dije, me motivó a cometer mi propio cisma la empatía con el dolor de las víctimas de Maciel, de quienes sólo leí sus declaraciones en papel, así como las de otros personajes involucrados en el caso. Sin embargo, nunca escuché sus voces ni tampoco vi sus rostros. Por cuanto pueda el lenguaje transmitir una emoción, sea esta positiva o negativa, a menos que sea utilizado por un genio literario, difícilmente es comparable con la emotividad que contagian el matiz y el tono de una voz o los gestos en la cara de quien habla. Si bien un texto puede ser efímero en nuestra mente, un semblante es duradero, trascendental y contundente en el recuerdo.

No había escuchado referencias sobre el documental Líbranos del mal, de Amy Berg, hasta hace poco. Ahora sé que incluso estuvo nominado a un Óscar, pero desconozco cuánta gente en México lo ha visto o al menos ha oído alguna reseña al respecto. Por el ferviente catolicismo que se practica en nuestro país, dudo que la difusión haya sido sobresaliente. En dicho largometraje se aborda el caso del sacerdote católico irlandés Oliver O’Grady, quien confiesa abiertamente haber abusado de niños entre los años 70 y 90 y quien estuvo preso siete de los 14 años a los que fue condenado por sus delitos.

Más allá del hecho noticioso y de la impecable información que expone el documental, con declaraciones de O’Grady y de los superiores que lo encubrieron durante décadas, me calaron profundamente las intervenciones tanto de las víctimas como de sus padres. Vi en ellos, en sus palabras y en su pesar la misma tragedia por la que debieron haber pasado los perjudicados por Maciel. ¿Cuánto dolor puede provocar la traición a la confianza que una familia deposita en una figura casi divina y cómo daña a la fe y al espíritu de los afectados?

No pretendo convencer a nadie de abandonar sus cultos ni de generar rencores ajenos contra ninguno, sino de compartir una obra que, al menos a mí, me ha confirmado el atino de mis decisiones por medio de la exhibición de la injusticia que nos es ocultada sistemáticamente e incluso negada cuando la cuestionamos. Cada cual será libre de formar sus propios argumentos al final, pero estoy convencido de que sería insensato y absurdo censurar para nosotros mismos la realidad. Al menos la empatía con las víctimas podría alentarnos a tomar acciones que cambien de una vez por todas los abusos en cada una de las esferas de nuestra vida, incluida la espiritual. Nosotros somos el único camino.

El año de mi libertad

Cuando me pregunten quién soy y de dónde vengo, voy a decir que del año 2012. Mi lejano nacimiento biológico, en 1988, fue sólo un pretexto para llegar hasta ahora, a las raquíticas horas de vida que 2012 aún conserva. Afirmaré contundentemente que soy de aquí, de esta época. No tengo nada que ver con el pasado sino el mero trámite del tiempo, el papeleo cronológico para mi nueva acta de nacimiento.

Yo nací un año en que fui joven. Porque fue en 2012 cuando comprendí que la libertad habita en la juventud y que, cuando se habla de vejez, no es porque las arrugas hayan poblado de pliegues nuestra piel ni la escarcha del tiempo haya ahogado a nuestros cabellos, sino porque hemos dejado de perseguir la libertad con la constancia y esfuerzo que las buenas cosas exigen. Ya que el hombre se empeña en encontrar la comodidad como objetivo de vida, su espíritu y mente libres son temas que pasan a guardarse en los baúles de la vergüenza. Tan contradictorias son las sociedades contemporáneas, que la permanente e inacabable búsqueda de una persona por su libertad es motivo de las más duras críticas, incluso por encima del robo, la violación y el racismo.

En 2012, por el contrario, yo aprendí a buscar la libertad. Entendí que ese sería el objetivo de mi vida restante y, por tanto, mi compromiso a perpetuidad con la juventud del pensamiento.

De la mano de una buena parte de mi generación, este año aprendimos a enfrentarnos al corrupto poder que ha dirigido el desastroso rumbo político y social que ha padecido México desde que la Revolución se institucionalizó en el partido que intentamos detener en su ambicioso regreso al gobierno. Muchos dirán que fracasamos, que a pesar de nuestros esfuerzos, pacíficos y violentos, legales y vandálicos, virtuales y reales, nuestro enemigo político consiguió su objetivo. En ese sentido, podrían tener razón, porque nos comprometimos a la difícil tarea de entrar al juego que ellos mismos, los políticos, inventaron, con sus propias reglas y, por ende, trampas. Con toda la experiencia para arruinar al contrario que ellos tienen. Con su fuerza violenta, que es mucho mayor a la nuestra. Sin el apoyo de otros sectores sociales, estábamos condenados a la derrota política, como al final ocurrió.

Sin embargo, nuestros críticos más voraces son incapaces de alcanzar a entender la libertad que nuestro espíritu humano encontró durante la lucha. Nosotros —a diferencia de ellos, que están encerrados en los mismos prejuicios de dominio desde la Edad Media— hemos perdido el miedo. Cesar en la toma de calles y en el enfrentamiento con granaderos y corruptos medios de comunicación, no significa temor. Mucho menos que nos hemos rendido. Las trincheras para continuar peleando por nuestras creencias son diversas. Es incluso necesario renovar las estrategias para no perder el ímpetu. El miedo es lo único que se ha extinto en nosotros.

Nací en 2012 porque encontré el origen de mi libertad. Tuve la oportunidad de viajar constantemente y de enfrentarme a otras realidades, a otras cosmovisiones para entender y enfrentar la vida. Constantemente nos preguntamos si estamos solos en el universo; mas el cuestionamiento ni siquiera lo comprendemos dentro de los límites geográficos de nuestro propio planeta. ¿Acaso estamos solos en el mundo? Por supuesto que no. Para poder encontrar la libertad aquí mismo, donde vivimos, es imprescindible salir del confort de nuestra cultura y nuestras rutinas. Allá, fuera de la tierra que me marea y convulsiona mi pensamiento cada mañana, encontré libertad. En las aguas turquesa de Tulum, bauticé mi regeneración.

Permanecen las letras y las notas como único eje de continuidad de mi existencia pasada y de los engranes que se han unido durante este año para ponerme en marcha hacia el futuro. Hoy no se muere nada en mí. Comienzo yo, conscientemente. Ahora conozco mi camino, al que de abrirle paso yo mismo, entre la maraña de obstáculos que la opresión del sistema antilibertario, contrapuesto a mis expectativas, antepone a lo que finalmente entrega la libertad como recompensa: la felicidad.

La libertad es la cláusula de cierre en mi nueva acta de nacimiento.

Tierra caliza

Tenía ganas de escribir un cuento maldito, ahora que traigo las pupilas sangrientas y la piel ceniza. En este periodo de histeria, no podría desprenderme de palabras de amor ni de conceptos melosos. Traigo las uñas mal mordidas y las rodillas raspadas con heridas punzantes. Salté desde mi tren de vida, que atravesaba montañas verdes con cascadas y ríos color de plata, para estrellarme contra la tierra seca y áspera de los problemas del mundo; esta tierra sobre la que no nos arrastramos todos, pero a partir de la que sí construimos terribles moles de acero y carbono para olvidarnos del hambre de sus piedras calientes.

Hay quien ara y hurga entre la cal y el polvo de este suelo, con esperanza al principio, neciamente más tarde y finalmente enajenado por promesas imposibles aunque cautivadoras. Algunos, incluso, convencidos e idiotizados por la desgastante rutina, incitan a otros a rasguñar la piedra caliza para cercenarse los dedos e hidratar con su sangre una tierra que nada húmedo devolverá a cambio. De ella surgen sólo alacranes, serpientes y los huesos cascados de quienes fueron devorados por la creta.

Luego me pregunté si debía sentir codicia contra estos excavadores ilusos. De haber querido, habrían apedreádome cuando, después de irme de bruces y de rasguñarme el mentón contra la tierra seca, me puse de pie a regañadientes, gritándoles maldiciones. Pero nadie volteó siquiera a verme. Sólo un viejo, y se lo tragó el polvo.

La culpa es de la cal y las grandes rocas salvajes que ésta forma. Esas que esta gente rasca sin recibir nada a cambio más que sangre en los nudillos y polvareda en los pulmones. La tierra se blinda, codiciosa, contra la clemencia de las tripas hambrientas y los labios resecos de los excavadores, que buscan desesperadamente los retoños de las semillas cuya existencia les fue prometida durante toda su vida. Pero esa tierra insolente nada les obsequia.

Ni siquiera las lágrimas de angustia refrescan este suelo seco.

Un impulso humano y razonable me obliga a gritarles que subamos al tren y nos larguemos de este sitio inhóspito. Pero cómo, si de aquí somos y aquí están enterrados nuestros muertos. Cómo entregar la tierra al árido clima que sopla desde el norte. La gente rasca porque está segura de que hay oro y plata tras las rocas, tras la cal y tras su sangre.

«Acá es permanente la temporada de vacas flacas», me dice un hombre discreto, de cabello blanco y acento tropical. «Es mejor que te pongas a cavar».

Mas yo no creo que sea el último remedio. Había otros que viajaban conmigo a bordo de ese tren. Voy a esperar a que vuelvan, abandonen los vagones y me ayuden a nutrir esta tierra, a sacudir el polvo y a sembrar árboles frondosos.

Los celos del animal y de la razón

Yo no sé si a las mujeres les gusta que los hombres seamos celosos, pero estoy casi seguro de que a nosotros nos encanta que ellas nos celen. No sólo porque confirmamos que somos de su agrado y quizá hasta nos tengan cariño, sino porque, definitivamente, consideramos con ese hecho que son nuestras y de nadie más. Al demostrarnos sus celos, una mujer se entrega al hombre; como no necesariamente ocurre en sentido contrario. El hombre que siente celos lo hace por instinto, por fiereza y hasta por animalidad. Por el contrario, una mujer se encela conscientemente. Ellas no se entregan por naturaleza a nosotros: nos estudian detenidamente; nos piensan antes de devorarnos y de permitir que las traguemos. Sus celos son un producto de su filosofía sobre nosotros. Deben tener, incluso, teorías científicas para manejarnos a su antojo en cualquier situación a la que las comprometamos.

Sabemos, pues, que si una mujer nos reclama por celos, ya es nuestra. No importa si hay otras que nos estén dando su cuerpo o simplemente su sexo: aquella que nos cela, nos está regalando su alma. (No el corazón; ese lo abrimos, hombres y mujeres, hasta por una bolsa de chocolates). Entregar el alma puede ser más valioso que pasar una vida entera junto a otra persona. El alma puede entregarse aun por unos minutos o segundos; pero son los instantes más excitantes para cualquiera. No es necesario estar sobre la cama para obsequiar el alma. Ésta puede entregarse en cualquier lugar y en la situación que sea. En un hotel, en la calle, en el metro o en el puesto de tacos. No importa. Cuando dos almas se entregan una a la otra, el entorno se desvanece; dos auras se conocen y hacen el amor ahí mismo. El tiempo se detiene. No hay un momento más precioso que ése.

Pero los hombres somos animales por todos lados. Si una mujer traiciona el presente de nuestra alma, una noche de sexo desbordante nos consuela como a adolescentes con una patineta nueva. Volvemos a dormir acurrucados y felices con ella. No así para ellas. O bien nos dejan con la parte oscura de su alma en las manos y se marchan para siempre o nos hacen sentir la violencia de sus celos hasta arrepentirnos. Son capaces de llorarnos como a un muerto para demostrarnos el tamaño de los celos que están sintiendo. Entonces sabemos que su alma ha sido nuestra y que ellas así lo quieren. Pero sus lágrimas ni siquiera nos permiten disfrutarlo. Son perversas. En vez de sentirnos orgullosos y poder salir corriendo de felicidad para presumirlo a nuestros amigos, tenemos que quedarnos junto a ellas para rogarles y que nos perdonen, como las diosas que son de nuestra existencia. Y nos hacen sentir mal, cuando la noticia tendría que alentarnos al desnudo de alegría. Deberíamos arrancarnos la ropa a gajos y pintarnos imágenes paganas a lo largo del pellejo como rito de agradecimiento hacia el regalo que ellas nos hacen. Aunque, en realidad, encuerarnos en ese momento sería la peor ofensa que podríamos dedicarles.

A pesar de todo, insisto, somos animales. Nos gusta la vida dura y primitiva. No bien conocido el suplicio que representa superar las duras pruebas a las que una mujer nos somete en un arranque de celos por nosotros, nos encanta padecerlo. Somos capaces hasta de llorar con ellas sus celos. Somos ridículos. Lloramos nuestra propia muerte. No es el sólo hecho de que una mujer nos hace saber que su alma es nuestra cuando nos demuestra sus celos, sino que nos ata con un lazo gruesísimo a su boca, a sus ojos y a su cabello. Nos amarran casi inseparablemente a ellas, y entonces estamos muertos para el resto y para nosotros mismos. Con los celos nos vuelven suyos sin que lo sepamos. Pobres ilusos: sonreímos triunfantes mientras nos celan. Creemos que las tenemos en un puño con cada lágrima de celos que vemos correr por sus mejillas, pero ellas nos están crucificando a su templo por la espalda. Ellas son nuestras por su propia voluntad. Nosotros, por soberbios, tontos y animales.

¡Silencio!

Vivimos en un mundo de ruido. Hay ruido en los medios, en los chismes y hasta en la música. Cuánta cantidad de basura auditiva no sale a diario de las panificadoras discográficas, que la producen en serie como si de alimentarnos de nuevos éxitos dependiera nuestra supervivencia. Aunque, claro, su objetivo no es darnos de comer sonido sublime, sino consumir ellos las toneladas de billetes que sus residuos —reciclados una y otra vez— les retribuyen. Se debe pepenar entre montañas de estiércol para encontrar, cual brillantes gemas de un tesoro escondido bajo la miseria, la belleza, la vitalidad o la melancolía de una pieza musical camuflada entre el resto.

Las ciudades son grandes monumentos al ruido. Las calles, las avenidas y las carreteras no son más que ondas para conducir el ruido a todos los rincones de una urbe. Hay máquinas machacando la calma cada segundo; la estrujan y la desaparecen sin remedio mientras dura el día. Máquinas de acero y de carne y hueso. A veces, en un lunes cualquiera por la madrugada, apenas rasguñando la medianoche del domingo anterior, se puede sentir tranquilidad en una metrópoli, cuando la gente descansa y toma fuerzas para despedazar la paz el resto de la semana. El asfalto es una puta olvidada los lunes por la madrugada.

El ruido se mete hasta en el vuelo íntimo y espiritual que son los sueños. Soñar es, sin duda, la actividad privada por excelencia de las personas. Mientras soñamos, somos libres de inventarnos una nueva realidad a nuestra imagen y conveniencia, por más ridícula que le parezca al resto. En un sueño podemos matar a quien queramos y coger con quien deseemos. Nos apoderamos del alma de cualquiera sin que el otro pueda siquiera sospecharlo, a menos que cometamos la estupidez de contárselo a alguien.

Pero el maldito ruido proveniente de los clichés de la televisión, el cine y la literatura nos abruma los sueños. ¿Acaso alguno ha soñado tener sexo con la mujer o el hombre de sus sueños en algún lugar inconveniente, como entre las llamas del infierno, en las puertas del paraíso o frente a Dios mismo? ¿Alguien ha hecho el amor salvajemente con Dios o, más peligroso e inmoral aún, con el mismísimo Satanás? Seguramente no; y si lo han hecho, debió haber sido increíble. Aunque, admítanlo, a la mayoría ni siquiera se le había pasado por la cabeza, porque no es una fantasía corriente. ¡Está prohibido cogerse a un dios o a un demonio! Y nos bombardean con ruido todo el tiempo para no permitirnos esa libertad, porque debe necesitarse una claridad de mente muy especial para poder soñar una experiencia tan fascinante.

Ni siquiera el amor puede salvarse del ruido. Quizá éste menos que ninguno. Cuando nos enamoramos de alguien es cuando más atormentamos con ruido a nuestro pequeño, aunque narcisista cerebro. Nos llenamos la cabeza de miedos, paranoias y especulaciones. ¡Puro pinche ruido! Que si nos quieren o no; que si nos engañan o no; que si fingen el orgasmo o no. Nos atormentamos la vida con tantas pendejadas que, cuando estamos superándolas por fin, ya nos mandaron al carajo por idiotas. El amor —y es aquí donde radican todos los misterios de este arte suculento— está hecho para los sordos del corazón y las tripas; para aquellos que no se enteran siquiera de la montaña de problemitas minúsculos que a otros apabulla. Sepan que el amor debe oírse como un paro cardíaco y un hambre de tres días. Si son capaces de escucharlo, lo demás es simplemente ruido.

¡Silencio! Paren su maldito tren. Hay que aprender a escuchar el silencio. Es un sonido que retumba en los oídos, los hace estallar y provoca sordera. La sordera necesaria para poder inmiscuirnos en nosotros mismos. No hay meditación tan poderosa como la que se musicaliza con la sinfonía del silencio. Es más grave y poderoso que el Om, como el sonido de la tierra cuando tiembla; aunque, en este caso, nos sacude la cabeza a nosotros. Es un error pensar que el silencio es la ausencia de los sonidos, sino que es la nota más profunda de la naturaleza. Basta con darle el tiempo necesario a los oídos y al cerebro para que lo registren. Cuando lo consigan, verán que no podrán soportar el estruendo por mucho tiempo. Es avasallador. Pero en un mundo lleno de ruido, necesitamos un contrapeso ocasionalmente.

No es un debraye ni un ejercicio asiático o hippie; es cierto que el silencio tiene un sonido. Sólo cállense, dejen de leer e interrúmpanse a sí mismos. Que nada más suene a su alrededor. Cuando sus tímpanos hayan dejado de vibrar por el ruido que estaban escuchando antes, el Silencio aparecerá.

Paréntesis

Esto no es una rendición, sino una pausa para la reflexión, para replantear objetivos. Los últimos meses han sido caóticos y llenos de coraje: desde que se preparaba la imposición presidencial, durante el desarrollo y hasta su culminación, este redactor no fue más que una llama, quizás discreta, pero ardiente al final de cuentas. Era luz y calor a base de discusiones, marchas y consignas, envuelto en un furor de esperanza y urgencia por cumplir con un deber histórico de mi condición generacional y humana.

Por mi parte, hubo textos, palabras y acciones. Fui coherente con el sustantivo rojo que enarbola la revolución hasta donde el límite de la violencia lo permite. Toleré cualquier cantidad de comentarios estúpidos y retrogradas contra mi ideología y mi praxis, consciente de que era el momento de no detenerse ni dar pasos en retirada. Había una esperanza; y había fe —ahora debo llamarla así— en que el resto de la gente se uniera. Un católico anda de rodillas hasta la Villa; nosotros marchábamos, pero el resultado parecía ser el mismo: el mundo sigue girando en la dirección equivocada, sin milagros y sin conciencia.

Podría seguir protestando todos los días en la calle, sin hastío ni vergüenza, porque las demandas son justas y para que el resto se percate de que hay quienes no bajaremos los brazos nunca, hasta ver, aunque sea, un rayo de sol colarse por entre el cielo nublado. Sin embargo, a nadie le pesa un puñado de inconformes cuando está claro que seguirán así, solos.

Por eso el paréntesis. Debe existir algo, en el fondo de la creatividad humana o en lo más profundo de su corazón, para provocarle un reflejo al otro, al que está pasivo. Mas ahora lo desconozco. Existe la teoría de que nos falta caer hasta lo más profundo; pero no alcanzo a comprender qué clase de especie somos como para no considerarnos, después de 90 mil muertos, casi 60 millones de pobres y una reforma laboral que sabe a escupitajos en la cara y patadas en los riñones, en el suelo de la inmundicia. Personalmente, creo que estamos en el peor país posible, ¡porque no quisiera llegar más abajo! ¡Nuestra cultura no se lo merece!

Aunque, a pesar de mis plegarias, el grave error que cometió este país en las urnas, en julio pasado, apunta a que seguiremos en picada, hasta el infierno o algo así de perverso. Pero, aun con la semejante tragedia griega —en sentido literario y contemporáneo— que se nos avecina, dudo que en seis años vaya a ser suficiente para que esta sociedad reaccione. Estoy seguro de que seguiremos saliendo a las calles los mismos de siempre, pero mientras las televisoras sigan conservando sus elevadísimos ratings y la corrupción, la indiferencia y el egoísmo sean el pan de cada día, tanto en la cumbre de la política como en el común de los ciudadanos, nada de lo hecho hasta ahora será suficiente. Por eso me tomo un respiro, para recapacitar en cuanto al modo de acercarme a los desinteresados y de confrontarme con los equivocados. A veces, ni siquiera la imposición armada de una mejor realidad me parece que valga la pena si el resto no está convencido de ella.

Ha llegado el momento de explorar nuevas posibilidades: puede ser que en la generación de nuevos discursos se encuentre el secreto para espabilar al ciego, al sordo y al mudo. Esa es mi nueva búsqueda y mi más importante lección tras esta larga insistencia agresiva, a la cual no renuncio, sino que preténdola renovar. No quiero ser quien calle, ni mucho menos quien ceda.

No me rindo; más bien, insisto.

Hojas de plátano

Desde el plátano,
las gotas caen al suelo
en grandes chorros.

La madre de Tania había sembrado un plátano en medio de su diminuto jardín tres años atrás, cuando ella todavía era una pequeña de quince años y consideraba un fenómeno mágico el nacimiento de un gran árbol a partir de una semillita insignificante. Entonces creía en Dios. De otra manera, sin la intervención de un hálito divino de vida, le parecía imposible que aquello ocurriera. Y su madre le decía: «Hija, Dios está en las plantas», cuando la niña preguntaba acerca de la asombrosa biología de la naturaleza.

Aunque Tania no necesitaba que se lo recordaran. Su juego favorito era recostarse en la hamaca que su padre había colgado en el mismo jardincito donde ahora rebozaba de vida el grandioso plátano, cerrar los ojos e imaginar cómo es que sucedían los fenómenos más inexplicables del mundo. Fue sobre esa hamaca donde comprendió que la guerra era la mayor demostración del hombre por parecer más humano y menos animal, que el hambre era la principal fortaleza interna de las personas y el amor, su pobreza más codiciada.

Luego, desde que su madre sembró el insignificante esqueje a medio jardín y le prometió que de éste surgiría un árbol alto, fuerte y de grandes hojas, que le regalarían una sombra espléndida para que pudiera seguir leyendo las fábulas de Horacio Quiroga aun durante las horas más abrumadoras del Sol al mediodía, Tania no se despegaba ya de ese rincón de la casa.

Al cumplir los dieciocho años, el árbol de plátano ya había alcanzado los cuatro metros de altura y sus hojas eran lo suficientemente amplias para cubrir del Sol la hamaca sobre la que Tania todavía se echaba a leer kilómetros de literatura y a descifrar los misterios existenciales que le atizaban constantemente. Lo único que podía arruinarle la intimidad del jardín, la hamaca y el plátano, era la lluvia. A pesar de que le encantaba mirar las tormentas eléctricas desde la fría humedad de la ventana de su recámara, no estaba dispuesta a permitir que las letras de sus libros se disolvieran entre sus manos en medio de torrentes de agua. Por eso, dentro de ella, ciertamente odiaba un poco que lloviera.

Curiosamente, era una tarde soleada aquella en que su madre le llamó por teléfono para avisarle que su padre estaba en el hospital, muy grave y casi inconsciente. Que fuera pronto. Tania, nerviosa y desconcertada, no se percató de haber dejado su antología favorita de haikus japoneses sobre la hamaca.

Cuando entró en la habitación, su padre miraba por la ventana la tormenta que ya caía sobre la ciudad. Escuchó entrar a Tania y apenas tuvo fuerzas para girar la cabeza, levantar el brazo y pedirle con una seña que se acercara a él. Entonces, con el último aliento de sus músculos, apretó la mano de su hija, le regaló la sonrisa más amorosa que ella jamás vería y le dijo: «Tania, pequeña, en la lluvia encontrarás todo lo que yo hubiera querido enseñarte». Y cerró los ojos para siempre.

Tres días después, de vuelta en casa con su madre, Tania encontró su libro de haikus hecho trizas por las cascadas de agua que habían caído sobre él durante aquellos últimos días. Quiso hojearlo para buscar sobrevivientes entre las páginas, pero el papel se le deshacía en las manos. Botó el libro sobre el pasto, se tiró en la hamaca y comenzó a llorar inconsolablemente. No podía pensar sino en su padre y en el enorme vacío que su pérdida significaría para su vida.

Instantáneamente, la lluvia cayó de nuevo con fuerza, y Tania quedó empapada en un momento. Así que ya no le importó quedarse ahí, recostada, dejando que el agua le recorriera el rostro para borrar el rastro de sus lágrimas. Sin embargo, pronto se percató de que el chorro que caía hasta su cara era especialmente grueso y pesado; volteó hacia el cielo y entonces notó que aquel brote venía directamente desde lo alto del plátano. Tania permaneció con la mirada en alto, observando ese curioso fenómeno.

Las gotas de lluvia caían sobre las hojas del plátano y se reunían como si fueran de mercurio, formando gotas de mayor tamaño. Su peso, cada vez más grande por las pequeñas chispas de agua que seguían uniéndoseles, las arrastraba lentamente hacia la orilla de la hoja, donde se encontraban con otras grandes gotas y se integraban con ellas. Entonces, la sustancia líquida, el ser mismo de la gota era tan grande y tan sólido que se desprendía de la hoja y caía libremente hacia la tierra. Después se filtraría entre el suelo, junto con todas las grandes gotas que también habían obedecido a la gravedad, hasta llegar a las raíces del plátano, que las bebería y se nutriría de ellas para crecer más alto, rebozar más verde y extender más allá sus frondosas orejas de elefante.

En ese momento, Tania recordó las últimas palabras de su padre: la lluvia acababa de darle la lección más importante de su vida, así como él le había prometido. Las pequeñas, ínfimas gotas de agua que venían directamente del cielo, encontraban en las hojas del plátano un instante de coincidencia, de la misma forma que tantas caras cruzan frente a nosotros a lo largo de nuestro paso por este mundo. Pero las diminutas gotas se hermanaban entre sí, y juntas se volvían más fuertes: ¡adquirían naturaleza! De esta manera, unidas, recorrían el camino de la hoja hasta las últimas consecuencias. Finalmente, conformadas como un poderoso chorro de agua, habiendo conseguido toda la sabiduría que una chispa podía adquirir sobre una hoja de plátano, caían hasta la tierra para nutrirla. Ese era su precioso legado, su imborrable recuerdo.

Pasada la tormenta, Tania notó el espléndido brillo que recorría, de punta a punta, la grandeza del plátano en medio de su jardín. Se levantó de la hamaca, se arrimó al tronco y le propinó un tierno abrazo: había comprendido que venimos a este mundo para fundirnos como un solo ente; solamente unidos, verdaderamente compenetrados, podemos convertirnos en alimento de provecho para la lluvia que viene detrás de nosotros y para el frondoso plátano que es la vida.

El Sol había surgido nuevamente en lo alto del cielo.

El arte de la justificación

De pronto crucé la frontera entra Austria e Italia cual piedra de granizo contra suelo caliente: me deshelé por completo. La dureza de los vocablos germánicos tornó súbitamente en musicalidad latina, así como la frialdad de los Alpes desciende hasta la calidez del mar Adriático. Las tablas de esquí se traducen en góndolas venecianas mientras que las pálidas y quebradizas piernas de las mujeres adquieren tono, ritmo y melodía. Las divisiones políticas no son cuestión exclusiva de la geografía terráquea.

Así son los puentes de Venecia, como atractivas piernas que conectan al suelo entre sus islas y lo conducen hasta las supremas cúpulas de su arquitectura. Uno se mueve entre ellas a través de venas —que serían la acepción perfecta para su nombre—, cuya estrechez no admite la navegación más que de delgadas, estilizadas y elegantísimas embarcaciones, como si de modelos se tratara, esculpidas incluso a mano, de la misma manera que los dioses formaron al hombre a partir del barro. Una estética excelsa es la constante a lo largo del panorama italiano.

Fiel a las ondas del agua que le rodea y se entromete por todos los rincones de su fisonomía, la plaza de San Marcos es una extensión petrificada de los canales de Venecia. Alrededor la enmarcan una cadena constante de arcos, que llegan al clímax en la fachada de la basílica hasta apuntar al cielo desde la perfecta redondez de sus domos. Sus arquivoltas, además, complementan este homenaje a la parábola líquida con murales coloreados a partir de piedras preciosas y láminas de oro, así como los rayos del sol perturban las tonalidades del mar.

En cambio, Roma es la cumbre del politeísmo arquitectónico. Desde que Rómulo y Remo fueron rescatados de las aguas del Tíber hasta que la iglesia católica decidió agandallarse una porción del territorio romano para establecer ahí el cerebro de sus operaciones internacionales, cada una de las etapas que han ocupado fragmentos del cronograma de la capital italiana la convierten en el centro mundial de la diversidad edificativa, porque sobre el suelo de Roma ha sido adorada cualquier cantidad de dioses.

A lo largo de su historia, el hombre ha construido edificios monumentales únicamente por dos motivos: para satisfacer a sus deidades o para complacerse a sí mismo. El Coliseo es una exaltación del ocio en su más perversa expresión; los romanos, a través de la grandeza de su monumento, erigieron una mole con tal de justificar la diversión que encontraban en la violencia. La malicia, en algún momento, se transforma en ceños perplejos y susurros de admiración frente al anfiteatro ¿No ocurre lo mismo, acaso, con la brillante arquitectura arábiga de la Plaza de las Ventas en Madrid? A veces el arte puede ser el argumento ideal para acreditar la muerte.

Sobre esa misma tierra caliente donde alguna ocasión murieron los gladiadores, se levanta un par de tremendas construcciones: el Panteón de Agripa y el complejo arquitectónico del Vaticano. En su diseño, sus creadores implantaron las más notables capacidades humanas, con el fin exclusivo de que los templos fueran una ofrenda preciosa para sus respectivos dioses. El gran empeño es evidente, sobre todo, en las cúpulas de ambos edificios, en cuya planeación debieron participar los artistas más sobresalientes de sus épocas. Basta con aclarar que fue el legendario Michelangelo Buonarroti el visionario de la gigantesca cabeza de la Basílica de San Pedro, inspirado por la que llamó su hermana gemela: la cúpula de la basílica florentina.

Lo que Stendhal padeció frente a la Santa Cruz, en Florencia, no es exageración, presunción ni charlatanería. Cada una de las cinceladuras sobre sus muros externos es la virtud del éxtasis que el Renacimiento generó en la vida artística de Europa. Se nota en los trazos el ansia del hombre por terminar para siempre con el oscurantismo de la Edad Media y explorar los límites de su libertad creativa. Aunque, después de todo, el motivo seguía siendo Dios.

En Florencia respiran las obras supremas del Renacimiento, creaciones verdaderamente majestuosas. Ahí se esconde de la intemperie, tras los muros de la Galería de la Academia, el inmaculado David, sobre cuyo mármol Miguel Ángel proyectara el espíritu renovador de la ciudad en esa época, a través, precisamente, de una figura religiosa. El gran artista del ocaso medieval fue incapaz de idear más allá de los límites cristianos, de la misma manera que sus demás contemporáneos; aunque con ese pretexto, elaboraron obras majestuosas.

Italia, en su generalidad, es la justificación perfecta de la religiosidad, especialmente del cristianismo. Cada uno de los artistas que colaboraron en su soberbia construcción, tenía en mente satisfacer su culto, y para ello persiguieron la grandeza en todo momento. Provoca nostalgia suponer lo que aquellos grandes creadores habrían podido hacer sin el peso de una divinidad sobre ellos. Sin embargo, también resulta difícil imaginar qué tan lejos hubieran llegado sin la inspiración de un ente superior a ellos mismos. El Coliseo es una pista, pero no puede asegurarnos nada al final. Así que quizá, y lo afirmo sólo en tono de sospecha, la religión nos conviene como pretexto para labrar y admirar las piezas de arte más sorprendentes de nuestra historia. Y nada más.

 

 

 

Entre el ámbar y la memoria

No hace falta más que ir a Praga y pedir una cerveza para entenderla por completo. Claro que el sabor del fermento de cebada checo es delicioso, si bien son dueños de la denominación Pilsen, nativa de su ciudad homónima. Mas el ritual de la orden en el bar ocurre con una peculiaridad tan original como su pivo, ya que los meseros juegan al memorama con las peticiones de los clientes: intentan recordarlas todas sin la ayuda de una libreta; y no sólo la bebida, sino cualquier platillo de la carta que les encarguen. Fascinantemente, cumplen con cada una de las órdenes.

Praga es igual a la memoria de sus meseros. Parece que decidió permanecer en el recuerdo de su majestuoso pasado, cuando la realeza austro-húngara la saturó de palacios fantásticos, dignos de cualquier leyenda de princesas y dragones. No hay respiro para la mediocridad ni la indecencia arquitectónicas; cada pincelada pétrea fue concebida con la misma elegancia de la construcción final. Sus estrechas calles y acogedores callejones son el único sitio donde podría concebirse la aparición de hadas madrinas.

Sin embargo, ya oscurecido el cielo sobre Praga, toda ella es recubierta por una resina de ámbar para fosilizar su belleza frente a nuestros ojos, como si viéramos al mosquito milenario atrapado dentro de una piedra translúcida y pudiéramos adivinar su vuelo antiguo y enterarnos de los secretos de su época. Asimismo, surgen como susurros las historias de la metrópoli checa, desde cada uno de sus recovecos góticos y sus pilares renacentistas.

Solamente existió un mesero que se atrevió a tomar nota del espíritu de Praga, cuya osadía se vio obligado a pagar con la vida a corta edad. No es que la ciudad provoque un malestar como el de Gregorio Samsa, sino que la cápsula de tiempo dentro de la cual pervive hace incomprensible al resto del mundo, y eso es lo que debe confundir a sus habitantes. Desde el número 22 del Callejón del Oro, Kafka confirmó el esplendor de su cuna con puño y letra, a sólo 100 metros del castillo que inspirara su histórica novela. ¿O es que habrá otra manera de compararse frente a Praga que como un bicho despreciable?

No hay nada de la memoria de esta ciudad que ella misma olvide. Desde el medieval Puente de Carlos hasta los últimos años de su régimen comunista, cada recuerdo permanece tatuado arquitectónicamente alrededor de las aguas de la eterna juventud que riega a través de Praga el río Moldava. ¿Para qué olvidar si lo puede conservar todo intacto? Incluso su moneda, la corona checa, ha resistido el embate de la globalización económica europea. Cada uno de sus rasgos permanecen intactos, como un poema aprendido y disecado entre los labios de la Tierra.

Cuando se deja Praga, se le recuerda como se memoriza un cuento de buenas noches que se le narrará a un niño para que duerma con una sonrisa de esperanza. Aunque es un hecho que no hay cuentista convincente ni palabras ideales para hablar del recuerdo perpetuo de Praga como ella misma puede hacerlo, si bien lo ha visto todo en piedra propia durante el paso de cada uno de sus siglos, y no hay virtud más apreciable que la buena memoria.

Lecciones de pueblo bicicletero

Qué equivocados estaban quienes desecharon a la bicicleta como medio de transporte primario y la devaluaron a equivalente de subdesarrollo, al grado ridículo de adjetivar de “bicicletero” a un pueblo, con la burda intención de acusarlo por su pobreza o ignorancia. Cuál sería la sorpresa de estos inquisidores urbanistas si pisaran territorios de primer mundo que contradijeran sus hipócritas teorías y les demostraran que, en realidad, los incultos eran ellos. Para estos casos, no hay mejor lección de modernidad en dos ruedas a pedales que la ofrecida por los Países Bajos, popularmente reconocidos como Holanda, y especialmente por su capital, la revolucionaria ciudad de Ámsterdam.

 Viajar no significa únicamente diversión, ocio o aprendizaje. Enfrentarnos cara a cara con una cultura distinta, en su entorno natural, es igual a pararse delante de un espejo o impactar a toda velocidad contra un muro: ninguno puede salir ileso. Se hace turismo para sacudirse la conciencia; los souvenirs no dan fe de nada hasta que se demuestre, con acciones, lo contrario. Por lo tanto, si se visita Ámsterdam, el mejor recuerdito que uno puede llevarse no es un dulce aromatizado a marihuana, sino, por supuesto, una bicicleta, porque es ésta su principal demostración de vanguardia y modernidad.

 Los neerlandeses lo saben, por eso la han colocado en un escaño superior al peatón mismo en sus normas viales, para enaltecer frente a los ojos del extranjero su superioridad urbana. Lo suyo no es altanería ni mucho menos barbarismo, no debe confundirse. Es que si no lo hicieran así, los demás seríamos tan torpes como para no verlo.

 Luego, de la mano de la bicicleta es que nos conducen hacia los demás puntos de su superioridad cultural y urbana sobre la nuestra. Si no nos obligaran a respetar el paso de sus dos ruedas a base de atropellos y toques de campanillas, serían incomprensibles, para nosotros, todas las otras libertades que han conquistado. De no ser por la pureza que irradian sus bicicletas, los turistas medievales —que somos todos— no pararían de persignarse frente a los escaparates del Barrio Rojo o entre el penetrante aroma que emana de las coffee shops.

De no ser por la bicicleta, Ámsterdam no sería, para nuestras subdesarrolladas conciencias, más que la capital del libertinaje legalmente establecido. No asimilaríamos el hecho de que los neerlandeses han sido el primer pueblo en aprender las lecciones de la historia: cuanto más prohíbes, peor se pone. Pero es un hecho que nos desconcierta la escasa violencia y la notable ausencia de policías en una ciudad que se ha abierto a todo lo que nosotros todavía consideramos tabúes en el resto del mundo.

Ámsterdam no es valiosa por su arquitectura clásica ni sus antiguos canales; eso está bien sólo para las fotografías. Esta ciudad vale su peso en libertad, y para respirarla hay que dejarse conquistar por ella, meterle las narices y los ojos hasta el fondo. Es necesario inhalar el humo de la yerba calcinada en sus calles y mirar a los ojos a las mujeres bajo las luces rojas. Hay que desnudar a Ámsterdam y permitir que a nosotros nos despoje de nuestros prejuicios moralistas hipócritas. Finalmente, lo que perseguimos es vivir en nuestra Ámsterdam particular, donde haya riqueza bien distribuida, ecología y, por supuesto, libertad. Y, dado que todos quisiéramos formar parte de un pueblo bicicletero como éste, podemos empezar por lo más obvio: ¡montémonos sobre una bicicleta!