Líbranos del mal

Dejé de creer en la iglesia católica cuando cumplí la mayoría de edad y pude comenzar a hacerme cargo de mis decisiones. Entonces empezaba la universidad y mi carrera me alentó a consumir, en mayor medida y frecuencia, los medios de comunicación. Por el perfil de mis mejores maestros y el de mi propia ideología, mi acercamiento al periodismo se inclinó hacia las publicaciones críticas y de izquierda.

Justo por aquellos meses, el exsacerdote Marcial Maciel fallecía y medios como Proceso y La Jornada retomaban el caso del fundador de los Legionarios de Cristo, quien estaba involucrado en decenas de abusos sexuales a niños sin que se le hubiera juzgado legalmente y sin que El Vaticano ni el papa Juan Pablo II hubieran tomado acciones contundentes en su contra sino hasta 2006, siendo que los abusos habían sido denunciados desde 1997. La iglesia decidió, sencillamente, retirarlo del ministerio sacerdotal y le recomendó consagrarse a una vida de oración y penitencia, casi 10 años después de las acusaciones iniciales.

A pesar de que la religión católica me fue inculcada desde niño y de que prácticamente la totalidad de mi familia obedece a este culto, la repugnante indignación que me provocó el conocimiento de la compleja cadena de encubrimientos en cada eslabón de la organización eclesiástica para proteger a un sacerdote pederasta que, por demás, atribuía millones de dólares de ganancias para El Vaticano cada año, me llevó a tomar la decisión de renunciar permanentemente a ella; además de que sus personalidades más ensalzadas, como Karol Wojtyla (Juan Pablo II) y Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), pasaron de ser personajes admirables, casi santos, a viles criminales dentro de mi particular percepción de los hechos.

La crudeza de mis palabras y lo radical de mis decisiones son producto de toda la información que leí entonces sobre los delitos cometidos por el bastardo Maciel y la cúpula que le auspiciaba. No podía ser indiferente a las dolorosas declaraciones con que las víctimas acusaban al sacerdote y la nula respuesta que recibían por parte de la iglesia en sus súplicas por apoyo. ¿Con qué ingenuidad podría yo seguir creyendo en la profesión de una fe que abandona a sus seguidores en momentos oscuros? Y no me refiero sólo a una poderosa jerarquía atrincherada en la Basílica de San Pedro sino a cada uno de los párrocos de las capillas locales, quienes gozan del privilegio del anonimato mediático para hacer oídos sordos y vista gorda ante los crímenes sexuales que se cometen cada día dentro de su propia organización. ¿Acaso los denuncian frente a su congregación y exigen acciones eclesiásticas y legales en contra de los culpables? No. Si así fuera, un cisma habría ocurrido hace muchos años en el catolicismo.

Como dije, me motivó a cometer mi propio cisma la empatía con el dolor de las víctimas de Maciel, de quienes sólo leí sus declaraciones en papel, así como las de otros personajes involucrados en el caso. Sin embargo, nunca escuché sus voces ni tampoco vi sus rostros. Por cuanto pueda el lenguaje transmitir una emoción, sea esta positiva o negativa, a menos que sea utilizado por un genio literario, difícilmente es comparable con la emotividad que contagian el matiz y el tono de una voz o los gestos en la cara de quien habla. Si bien un texto puede ser efímero en nuestra mente, un semblante es duradero, trascendental y contundente en el recuerdo.

No había escuchado referencias sobre el documental Líbranos del mal, de Amy Berg, hasta hace poco. Ahora sé que incluso estuvo nominado a un Óscar, pero desconozco cuánta gente en México lo ha visto o al menos ha oído alguna reseña al respecto. Por el ferviente catolicismo que se practica en nuestro país, dudo que la difusión haya sido sobresaliente. En dicho largometraje se aborda el caso del sacerdote católico irlandés Oliver O’Grady, quien confiesa abiertamente haber abusado de niños entre los años 70 y 90 y quien estuvo preso siete de los 14 años a los que fue condenado por sus delitos.

Más allá del hecho noticioso y de la impecable información que expone el documental, con declaraciones de O’Grady y de los superiores que lo encubrieron durante décadas, me calaron profundamente las intervenciones tanto de las víctimas como de sus padres. Vi en ellos, en sus palabras y en su pesar la misma tragedia por la que debieron haber pasado los perjudicados por Maciel. ¿Cuánto dolor puede provocar la traición a la confianza que una familia deposita en una figura casi divina y cómo daña a la fe y al espíritu de los afectados?

No pretendo convencer a nadie de abandonar sus cultos ni de generar rencores ajenos contra ninguno, sino de compartir una obra que, al menos a mí, me ha confirmado el atino de mis decisiones por medio de la exhibición de la injusticia que nos es ocultada sistemáticamente e incluso negada cuando la cuestionamos. Cada cual será libre de formar sus propios argumentos al final, pero estoy convencido de que sería insensato y absurdo censurar para nosotros mismos la realidad. Al menos la empatía con las víctimas podría alentarnos a tomar acciones que cambien de una vez por todas los abusos en cada una de las esferas de nuestra vida, incluida la espiritual. Nosotros somos el único camino.

El año de mi libertad

Cuando me pregunten quién soy y de dónde vengo, voy a decir que del año 2012. Mi lejano nacimiento biológico, en 1988, fue sólo un pretexto para llegar hasta ahora, a las raquíticas horas de vida que 2012 aún conserva. Afirmaré contundentemente que soy de aquí, de esta época. No tengo nada que ver con el pasado sino el mero trámite del tiempo, el papeleo cronológico para mi nueva acta de nacimiento.

Yo nací un año en que fui joven. Porque fue en 2012 cuando comprendí que la libertad habita en la juventud y que, cuando se habla de vejez, no es porque las arrugas hayan poblado de pliegues nuestra piel ni la escarcha del tiempo haya ahogado a nuestros cabellos, sino porque hemos dejado de perseguir la libertad con la constancia y esfuerzo que las buenas cosas exigen. Ya que el hombre se empeña en encontrar la comodidad como objetivo de vida, su espíritu y mente libres son temas que pasan a guardarse en los baúles de la vergüenza. Tan contradictorias son las sociedades contemporáneas, que la permanente e inacabable búsqueda de una persona por su libertad es motivo de las más duras críticas, incluso por encima del robo, la violación y el racismo.

En 2012, por el contrario, yo aprendí a buscar la libertad. Entendí que ese sería el objetivo de mi vida restante y, por tanto, mi compromiso a perpetuidad con la juventud del pensamiento.

De la mano de una buena parte de mi generación, este año aprendimos a enfrentarnos al corrupto poder que ha dirigido el desastroso rumbo político y social que ha padecido México desde que la Revolución se institucionalizó en el partido que intentamos detener en su ambicioso regreso al gobierno. Muchos dirán que fracasamos, que a pesar de nuestros esfuerzos, pacíficos y violentos, legales y vandálicos, virtuales y reales, nuestro enemigo político consiguió su objetivo. En ese sentido, podrían tener razón, porque nos comprometimos a la difícil tarea de entrar al juego que ellos mismos, los políticos, inventaron, con sus propias reglas y, por ende, trampas. Con toda la experiencia para arruinar al contrario que ellos tienen. Con su fuerza violenta, que es mucho mayor a la nuestra. Sin el apoyo de otros sectores sociales, estábamos condenados a la derrota política, como al final ocurrió.

Sin embargo, nuestros críticos más voraces son incapaces de alcanzar a entender la libertad que nuestro espíritu humano encontró durante la lucha. Nosotros —a diferencia de ellos, que están encerrados en los mismos prejuicios de dominio desde la Edad Media— hemos perdido el miedo. Cesar en la toma de calles y en el enfrentamiento con granaderos y corruptos medios de comunicación, no significa temor. Mucho menos que nos hemos rendido. Las trincheras para continuar peleando por nuestras creencias son diversas. Es incluso necesario renovar las estrategias para no perder el ímpetu. El miedo es lo único que se ha extinto en nosotros.

Nací en 2012 porque encontré el origen de mi libertad. Tuve la oportunidad de viajar constantemente y de enfrentarme a otras realidades, a otras cosmovisiones para entender y enfrentar la vida. Constantemente nos preguntamos si estamos solos en el universo; mas el cuestionamiento ni siquiera lo comprendemos dentro de los límites geográficos de nuestro propio planeta. ¿Acaso estamos solos en el mundo? Por supuesto que no. Para poder encontrar la libertad aquí mismo, donde vivimos, es imprescindible salir del confort de nuestra cultura y nuestras rutinas. Allá, fuera de la tierra que me marea y convulsiona mi pensamiento cada mañana, encontré libertad. En las aguas turquesa de Tulum, bauticé mi regeneración.

Permanecen las letras y las notas como único eje de continuidad de mi existencia pasada y de los engranes que se han unido durante este año para ponerme en marcha hacia el futuro. Hoy no se muere nada en mí. Comienzo yo, conscientemente. Ahora conozco mi camino, al que de abrirle paso yo mismo, entre la maraña de obstáculos que la opresión del sistema antilibertario, contrapuesto a mis expectativas, antepone a lo que finalmente entrega la libertad como recompensa: la felicidad.

La libertad es la cláusula de cierre en mi nueva acta de nacimiento.

132

Hay pocas expresiones sociales en nuestro país tan percudidas como la marcha. La invasión citadina de las avenidas principales en una ciudad como la de México es tan recurrente que ya representa parte de su paisaje urbano y parada obligatoria del turibús. Tanto, que es difícil comprender cómo es que una nueva caminata con pancartas y consignas vociferadas entre el smog y los claxons será tomada en cuenta. Los marchistas podrían considerarse afortunados si los automovilistas les mandan al carajo y un helicóptero merodea sobre sus cabezas durante, al menos, un tramo de su circuito.

Además, la culpa siempre la tienen el SME, los maestros o los campesinos. (¡Esos hijos de la chingada!). No por nada, a las empresas y sus godínez les generan pavor los sindicatos, que, dicen, sólo sirven para producir revoltosos huevones. Por eso, cuando Sicilia atravesó cientos de kilómetros para llegar hasta el centro de la ciudad —a paralizarla de nuevo— con un rugido de amor y paz —cristiano, no hippie—, decenas de miles se le unieron, porque consideraron que su movimiento sí era diferente y, sobre todo, sincero.

Y aunque la llama del poeta se extinguió pronto, como versos de haiku, su trascendencia perpetua permaneció en el ambiente, igual que la reflexión profunda de las milenarias brevedades japonesas. Desde aquella compenetración entre diversos sectores sociales bajo la bandera de No más sangre, esquirlas de hartazgo quedaron en el aire de esta ciudad. Una conciencia, parecida a la fe religiosa —muda, pero inquebrantable—, invadió a un pueblo que se creía incapaz de conjuntarse por una causa en común. Esa fue la gran lección de Sicilia para los demás.

El motor había sido hallado, pero hacía falta un chispazo, una combustión para despertar el músculo social. El genocidio de una guerra civil disfrazada de enfrentamiento entre delincuentes no sería suficiente, como se demostró en el abrazo del poeta. Haría falta, más bien, que a la ciudadanía le llegara el tiempo de confrontarse con su porvenir, ese muro espinoso que lleva a puntos de crisis a pueblos enteros, de todas las razas y culturas.

Un fraude, hace seis años, curtió la voluntad de los mexicanos. Ahora, meses antes de la elección de un nuevo dirigente para el próximo sexenio, han sido diversas las protestas contra el candidato que se afirma como el elegido por una élite para seguir cumpliéndole favores hasta 2018. La gente se dio cuenta de que no basta con demostrar el apoyo a un candidato en las urnas, sino que, dada la vulgar corrupción imperante en este país, hace falta lanzarse contra aquél a quien desprecian. Las redes sociales, de hecho, han venido a dar uno de los vuelcos más importantes en la difusión de información que aliente a otros a unirse a este contraataque ciudadano.

Consecuencia del uso de estas herramientas digitales como armas contra el cerco informativo de los antidemocráticos medios de comunicación, han sido principalmente los jóvenes quienes, desde sus teclados, han difundido su desprecio por el candidato de las oligarquías corruptas de una nación con heridas abiertas y punzantes, en busca de un despertar social. No obstante, la respuesta de otros sectores sociales había sido prácticamente nula. Puede deducirse, incluso, que muchos creyeran que la juventud jugaba a protestar desde un escritorio, a pelear una revolución virtual como si se tratase de un juego de video. Los pronósticos no adivinaban más que un game over risible e intrascendente.

A esto se sumó un tibio debate en el que se esperaba ver ridiculizado al candidato predestinado a la silla presidencial; lo cual, dado el mesurado formato que se preparó para protegerle, nunca ocurrió. De ahí que «El Elegido» saliera sintiéndose fortalecido y, quizá, hasta invencible. Tanto, que se tomó el atrevimiento de pisar nuevamente, desde la Feria del Libro de Guadalajara, un escenario intelectual para exponer su campaña. Creyó, sin duda, que presentarse ante universitarios de clases altas no le representaría ningún conflicto; si la izquierda más venenosa no le había podido despeinar, qué lograrían los hijos de algunas familias acomodadas.

Su intrepidez se convirtió en el error más grande de su campaña. Hasta esa fecha, las protestas en su contra estaban delimitadas por una pantalla y una conexión a Internet; ofensivas, mas no dañinas. Pero su soberbia le dio vida a una conciencia colectiva que le hizo recobrar la memoria, puesto que había olvidado el aprieto en que un puñado de cuestionamientos inteligentes le podían meter. Se reencontró con su archienemigo: la información.

Y a pesar de los descarados intentos, sin prudencia ni profesionalismo, con que sus colaboradores pretendieron descalificar a aquellos ejemplares universitarios, nuevamente la virtud del pensamiento pudo más. Respaldados por el arma poderosa que representa la Internet para los jóvenes, presentaron las evidencias necesarias para acallar las injurias en su contra y, por si fuera poco, dieron origen a un movimiento social que por décadas el país no había visto nacer, en medio de tanta necesidad.23 de mayo

La intrascendencia pública que, dada la limitación virtual de las redes sociales, había tenido hasta entonces cualquier protesta contra el candidato, quedó atrás un 23 de mayo. Con sus credenciales en mano, los 131 estudiantes pioneros del reclamo convocaron a sus iguales a sumarse de a uno, y así dar comienzo a una gran colectividad consciente, con la bandera de la información izada en lo más alto. A través de las calles, sus voces exigían una nación de vuelta a sus hijos; no aceptarían un futuro quebrantado como su presente. Le gritaban a su patria que regresara con ellos: «¡México! ¡México!».

No había surgido una réplica tan enérgica contra la manipulación de los encabezados de la prensa durante décadas en ese México que los jóvenes entrañan. Un movimiento contra el que los poderes más ambiciosos y corruptos ni siquiera pueden combatir en su génesis, pues esa democracia que los estudiantes descubrieron en las redes sociales, es a la que aspiran ahora en todos sus medios. La información a la que ellos tienen acceso, la pretenden para el resto. ¿Acaso hay mayor patriotismo que la búsqueda del bien común? No existe ninguna crítica válida contra el civismo.

Quizá, quitarse el miedo es lo más complicado. Sin embargo, una vez que la empatía por el bienestar se apodera del pensamiento de un individuo, de un grupo, de una avenida, de una ciudad entera, y se contagia luego a otros lugares, no hay nada a qué temer. El pueblo unido, consciente y decidido, jamás será vencido, manipulado o engañado. Una vez que los jóvenes comprendieron su peso específico dentro de la sociedad, tomaron las calles; y no para fastidiar a sus compatriotas, sino para contagiarles, sobre todo, su esperanza. No hay enemigo más dañino para un pueblo que la desilusión.

Este nuevo movimiento nació para desvanecer por completo a los fantasmas sociales y para disipar cualquier duda. A los jóvenes les interesa el destino de su país tanto como a cualquier individuo con un futuro incierto por delante, y decidieron encargarse de que éste sea justo y benevolente con cada uno de quienes lo conformen. Su clamor, por supuesto, exige por más de 132. Y, de a poco, esa cifra se multiplicará sin control.

«La patria los estaba esperando».

La otra oportunidad

Recién me sermonearon sobre la importancia de no dejar pasar las oportunidades, ya que es ésa la diferencia entre un soñador y un realizador. ¡Vamos, que ése es el secreto de los líderes y los emprendedores! Así me lo contaron al menos. No suena mal, ¿verdad? Incluso luce como uno de esos secretos ancestrales que todos sabemos, aunque no los sepamos en verdad.

Como fuese, yo me quedé pensando en aquellas oportunidades que se me han escapado en la vida, tanto voluntaria como involuntariamente. ¿Hasta qué punto han determinado los éxitos y fracasos que he obtenido a lo largo de mis años? De entrada la razón se impone para argumentar a favor de tomar las cosas cuando lleguen; pero ¿qué dice la conciencia?

Caprichosamente, elegí recordar mi primer beso —momento clave en la existencia de todo ser humano. ¿Acaso alguno puede escupir la primera piedra desde sus labios?—. Con sinceridad admití que de la mujer cuyo rostro estreché entre las palmas de mis manos y patéticamente nervioso me adentré hasta los orígenes de su aliento, no me acordaba más. Sólo este ejercicio memorístico me regresó a ella; aunque peor es, supongo, haberme olvidado por completo de la sensación centrípeta de nuestras bocas.

En mi defensa podría argumentar que no desaproveché la oportunidad, como dictan los cánones. Pero ahora, en perspectiva, aquel beso ya no significa nada. Ni siquiera podría hablar de experiencia o entrenamiento, porque fácilmente pasaron un par de años para que yo volviera a entrometerme en las salivas de otra chica. Para entonces yo ya había olvidado la importancia de cargar un empaque de pastillas de menta cuando paseara a solas con una mujer.

¿Qué les puedo decir acerca de mi preparatoria? Para mí representa el mejor ejemplo de la mala elección de una oportunidad importante. Me basta con apuntar la intrascendencia intelectual que en la actualidad significa para mi desarrollo humanístico la cátedra deshumanizada que ahí me impartieron. Tuvieron que pasar cuatro años para darme cuenta de que el aprendizaje no lo albergan costosas herramientas académicas; éste surge, más bien, de la conversación honesta que propicie el intercambio de ideas y realidades. La palabra es el eje del conocimiento.

Por otro lado, fuera del plano individual, ¿se han preguntado  qué sería de nosotros, mexicanos, si hubiéramos dejado pasar la oportunidad del «cambio» en el año 2000? Déjense de Vicente; ¡lo más probable es que ahora no padeceríamos a Calderón! (Con esto no quiero decir que debíamos tolerar más tiempo al PRI. Siempre hay más de dos alternativas para todo.) Probablemente no habríamos conocido el movimiento de NO + SANGRE, la CFE no cobraría la luz a su antojo y Javier Sicilia seguiría haciendo poesía. Todo lo anterior sería ganancia, ¿no?

O también, ¿por qué no?, me atrevo a preguntar: ¿su vida es diferente después de darse la oportunidad de leer este artículo?

Elec-toreos y chorizos

Este próximo domingo es tres de julio. El calendario del Instituto Electoral del Estado de México (IEEM) marca la casilla de ese día como su jornada más importante: se elegirá al heredero de la corona copetona. A su trono aspiran tres barones rampantes: Alejandro El Puedo-Más-Que-Todos Encinas, Eruviel Chapas Ávila y Luis Felipe del Sagrado Corazón Bravo Mena. Provienen de comarcas distintas, pero su deseo es el mismo: ¡tratar de conquistar Toluca!

Se supone que para lograrlo, el IEEM tendría que hacer un concurso con formato Chabelo: preguntarle a la gente cuál de los tres es su gallo y, con base en un aplausómetro marca ACME, definir al champion-of-the-world. Pero en vista de que Xavier López, S.A. de C.V. tiene los derechos reservados de esa competencia y pedía que la misma se realizara únicamente entre las siete y las diez de la mañana —con sus respectivos cortes comerciales—, se tuvieron que buscar alternativas para la pugna por la corona con más vaselina sobre el territorio nacional.

De entre las propuestas recibidas, se tuvo que rechazar algunas por excéntricas y de fácil pronóstico, como encerrar a cada uno de los barones con un travesti para ver cuál de ellos lo resistía más tiempo. Pero los resultados eran evidentes: Bravo Mena lo crucificaría; Encinas del cuarto no saldría y Eruviel hasta se enamoraría. Así que se optó por lo más lógico: los candidatos tendrían que enfrentarse a dos pruebas de hierro para asirse del trono: una con características globales para mostrarse frente al mundo y otra más localista, con el fin de que sus futuros vasallos se identificaran con ellos.

La primera prueba consistiría en vestirse de luces y demostrar sus dotes de torero. Con ejemplares de la ganadería de Emilio Azcárraga, la misión de los tres novilleros, más que lucir bellas Verónicas —pues la madre de Cristian Castro ya ni está tan presumible—, sería agarrar al toro por los cuernos hasta domarlo. Es bien sabido que las bestias del caporal Azcárraga Jean embisten de frente y sin escrúpulos cuando se sienten amenazadas. Por tanto, saberlas tratar con delicadeza sería el truco, más allá de cualquier capotazo bien elaborado.

La segunda de las pruebas, a decir de los espectadores, sería la más esperada por divertida. Fundamentalmente, los aspirantes al trono tendrían que zamparse las mayores tiras de chorizo toluqueño que pudieran. Sin mayor ciencia. Un verdadero reto de valor y resistencia física. A puros sudor y empuje librarían este obstáculo.

Los organizadores de las corridas querían que éstas se llevaran a cabo en la Plaza de Las Ventas, en Madrid; pero alguien, muy inteligente, les hizo ver que sería demasiado descarado hacerlas ahí. Entonces se decidió que el toreo se realizaría en la Plaza Pública de la Televisión.

Los tres barones y uno de los toros

La lidia comenzó con un favorito y terminó igual, con el mismo en la primera posición. Hay quienes argumentan que las bestias ya venían amaestradas para hacerle más sencillo el toreo al Chapas Ávila. Y es que sólo en cuatro ocasiones los tres barones pudieron compartir cartel para que los ejemplares les tocaran parejos. Incluso los críticos más fieros coincidieron en que, durante esas oportunidades, Encinas cortó más orejas; sin embargo, Eruviel fue quien dedicó sus corridas. Además de que, como es costumbre en los encierros, todos le hicieron el feo a la barrera de sol.

Lo que el jurado aún no termina de deliberar es el fervor de la concurrencia. Al parecer, el graderío —es decir, aquellos quienes asistieron a todas las corridas— fue ocupado en su mayoría por encinistas: los olé más entusiastas fueron para este novillero. Y aunque El Chapas también recibió ovaciones, diversas investigaciones han demostrado que sus seguidores eran en realidad pseudo aficionados, puesto que nunca habían asistido a una sola fiesta brava con anterioridad. O, lo peor: muchos de ellos ni siquiera sabían quién era.

A pesar de todo, los cronistas de la fiesta brava concuerdan en que la confirmación de la alternativa después de las corridas será para Eruviel, puesto que el toreo es un deporte de apreciación, y en realidad ninguno de los tres novilleros mostró pases dignos de agitar los pañuelos blancos. Todo parece indicar que Chapas Ávila será nombrado matador gracias a su habilidad de enfrentarse con los toros hasta quedar a unos centímetros de sus cornamentas y, justo ahí, hincarse frente a ellos.

P.D. La competencia de las tiras de chorizo ya no fue necesaria, puesto que Eruviel argumentó que no necesitaba comprobar más su hombría después de las suertes realizadas con los animales de la ganadería Azcárraga.

Y Bravo Mena también quiso torear; pero se rumora que tras una reunión con el matador jaliciense Emilio González, terminó por darle asquito ver cómo se le caía la baba a los toros y consideró mejor retirarse.

Promesas incultas

Antes, la costumbre era salir de nuestra casa y encontrarnos con un cambio radical en las calles, en comparación con la tarde anterior. Poste tras poste, tapizados todos de pancartas plásticas con las caras de los candidatos a algún puesto político. Entonces, sin necesidad de enterarnos a través de los medios de comunicación, sabíamos que las campañas electorales habían iniciado.

Pero estamos en el 2011 y los tiempos exigen otras cosas. Para empezar, el calentamiento global y los discursos ecologistas ya no son exclusivos del Niño Verde; ahora, todo candidato que se quiera hacer notar debe agarrarse de la bandera defensora de la naturaleza. Bien dice Slavoj Zizek, filósofo esloveno, que el ecologismo es el nuevo opio del pueblo. ¿O no Calderón se anda paseando muy plácidamente con su título de “Campeón de la Tierra”?

Así que los candidatos mexiquenses le entraron al quite: en vez de las anti-biodegradables pancartitas en los postes, optaron, primero, por las calcomanías en los vagones del metro y los cartelones en los andenes de dicho transporte público; además de agarrarse del barco de las redes sociales, que en sí mismas ya representan Estados anárquicos con territorios virtuales sin fronteras. El impacto comunicativo es enorme y no les cuesta un solo peso. (Qué hubiera dado Lázaro Cárdenas por anunciar la expropiación petrolera a través de Twitter y recibir 50 millones de Me gusta en su muro de Facebook, sin la necesidad de evidenciar su pésima oratoria a través de la radio nacional.)

Pues sí, ¡empezaron las campañas! Nuevamente nos bombardearán con promesas y peticiones de obligación para ir a votar (por cierto: ahora sí, por última vez, con nuestra credencial 03. La última; ¡lo prometen!). Como siempre, nos dirán que habrá empleo para todos, seguridad hasta en las zonas más oscuras de Ecatepec y erradicación de actos corruptos en todas las instancias de gobierno (aunque para eso tendrían que despedir a todos los policías, burócratas y servidores públicos… Y automáticamente incumplirían su promesa de crear fuentes de trabajo; lo que dejaría a miles en la calle, con la única posibilidad de robar. Un fracaso entonces con la seguridad).

La única solución que les queda para frenar esa catástrofe inevitable es la cultura. (Sería mucho menos probable que un policía buscará morder la manzana después de leer alguna de las aventuras de Sherlock Holmes; ¡hasta ganas de trabajar les nacerían!) Entonces, ¿qué prometen en cuanto a Cultura los candidatos a gobernar la herencia de Peña Nieto?

De entrada, nada. Ni apoyo a los artistas, ni rescate de tradiciones, ni fomento a la lectura… En vez de nuevos teatros que llenen el aire de emociones, habrá más avenidas que lo vuelvan humo. Sus propuestas más cercanas a programas culturales son las promesas de nueva infraestructura escolar: tanto Encinas como Eruviel quieren estrenar primarias, secundarias, preparatorias y universidades.

Por supuesto que sus intenciones no son absolutamente criticables: el problema de la matrícula escolar todavía es grave; pero es más preocupante lo que se enseñará dentro de los nuevos edificios. Las paredes no tienen mayor función que institucionalizar la educación y proteger a los alumnos del sol, el frío y la lluvia. Como reza aquel romántico dicho: “lo que importa es lo de adentro”.

Lo cierto es que las propuestas de los candidatos son esquivos de la verdadera problemática social: la violencia. Y ésta no desaparecerá con pavimentaciones ni alumbrado público, sino con cultura. Si no lo creen, revisen los programas que implementó Colombia para acabar con el baño de sangre en su país: bibliotecas y cultura y cultura y cultura…