Dejé de creer en la iglesia católica cuando cumplí la mayoría de edad y pude comenzar a hacerme cargo de mis decisiones. Entonces empezaba la universidad y mi carrera me alentó a consumir, en mayor medida y frecuencia, los medios de comunicación. Por el perfil de mis mejores maestros y el de mi propia ideología, mi acercamiento al periodismo se inclinó hacia las publicaciones críticas y de izquierda.
Justo por aquellos meses, el exsacerdote Marcial Maciel fallecía y medios como Proceso y La Jornada retomaban el caso del fundador de los Legionarios de Cristo, quien estaba involucrado en decenas de abusos sexuales a niños sin que se le hubiera juzgado legalmente y sin que El Vaticano ni el papa Juan Pablo II hubieran tomado acciones contundentes en su contra sino hasta 2006, siendo que los abusos habían sido denunciados desde 1997. La iglesia decidió, sencillamente, retirarlo del ministerio sacerdotal y le recomendó consagrarse a una vida de oración y penitencia, casi 10 años después de las acusaciones iniciales.
A pesar de que la religión católica me fue inculcada desde niño y de que prácticamente la totalidad de mi familia obedece a este culto, la repugnante indignación que me provocó el conocimiento de la compleja cadena de encubrimientos en cada eslabón de la organización eclesiástica para proteger a un sacerdote pederasta que, por demás, atribuía millones de dólares de ganancias para El Vaticano cada año, me llevó a tomar la decisión de renunciar permanentemente a ella; además de que sus personalidades más ensalzadas, como Karol Wojtyla (Juan Pablo II) y Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), pasaron de ser personajes admirables, casi santos, a viles criminales dentro de mi particular percepción de los hechos.
La crudeza de mis palabras y lo radical de mis decisiones son producto de toda la información que leí entonces sobre los delitos cometidos por el bastardo Maciel y la cúpula que le auspiciaba. No podía ser indiferente a las dolorosas declaraciones con que las víctimas acusaban al sacerdote y la nula respuesta que recibían por parte de la iglesia en sus súplicas por apoyo. ¿Con qué ingenuidad podría yo seguir creyendo en la profesión de una fe que abandona a sus seguidores en momentos oscuros? Y no me refiero sólo a una poderosa jerarquía atrincherada en la Basílica de San Pedro sino a cada uno de los párrocos de las capillas locales, quienes gozan del privilegio del anonimato mediático para hacer oídos sordos y vista gorda ante los crímenes sexuales que se cometen cada día dentro de su propia organización. ¿Acaso los denuncian frente a su congregación y exigen acciones eclesiásticas y legales en contra de los culpables? No. Si así fuera, un cisma habría ocurrido hace muchos años en el catolicismo.
Como dije, me motivó a cometer mi propio cisma la empatía con el dolor de las víctimas de Maciel, de quienes sólo leí sus declaraciones en papel, así como las de otros personajes involucrados en el caso. Sin embargo, nunca escuché sus voces ni tampoco vi sus rostros. Por cuanto pueda el lenguaje transmitir una emoción, sea esta positiva o negativa, a menos que sea utilizado por un genio literario, difícilmente es comparable con la emotividad que contagian el matiz y el tono de una voz o los gestos en la cara de quien habla. Si bien un texto puede ser efímero en nuestra mente, un semblante es duradero, trascendental y contundente en el recuerdo.
No había escuchado referencias sobre el documental Líbranos del mal, de Amy Berg, hasta hace poco. Ahora sé que incluso estuvo nominado a un Óscar, pero desconozco cuánta gente en México lo ha visto o al menos ha oído alguna reseña al respecto. Por el ferviente catolicismo que se practica en nuestro país, dudo que la difusión haya sido sobresaliente. En dicho largometraje se aborda el caso del sacerdote católico irlandés Oliver O’Grady, quien confiesa abiertamente haber abusado de niños entre los años 70 y 90 y quien estuvo preso siete de los 14 años a los que fue condenado por sus delitos.
Más allá del hecho noticioso y de la impecable información que expone el documental, con declaraciones de O’Grady y de los superiores que lo encubrieron durante décadas, me calaron profundamente las intervenciones tanto de las víctimas como de sus padres. Vi en ellos, en sus palabras y en su pesar la misma tragedia por la que debieron haber pasado los perjudicados por Maciel. ¿Cuánto dolor puede provocar la traición a la confianza que una familia deposita en una figura casi divina y cómo daña a la fe y al espíritu de los afectados?
No pretendo convencer a nadie de abandonar sus cultos ni de generar rencores ajenos contra ninguno, sino de compartir una obra que, al menos a mí, me ha confirmado el atino de mis decisiones por medio de la exhibición de la injusticia que nos es ocultada sistemáticamente e incluso negada cuando la cuestionamos. Cada cual será libre de formar sus propios argumentos al final, pero estoy convencido de que sería insensato y absurdo censurar para nosotros mismos la realidad. Al menos la empatía con las víctimas podría alentarnos a tomar acciones que cambien de una vez por todas los abusos en cada una de las esferas de nuestra vida, incluida la espiritual. Nosotros somos el único camino.