Paréntesis

Esto no es una rendición, sino una pausa para la reflexión, para replantear objetivos. Los últimos meses han sido caóticos y llenos de coraje: desde que se preparaba la imposición presidencial, durante el desarrollo y hasta su culminación, este redactor no fue más que una llama, quizás discreta, pero ardiente al final de cuentas. Era luz y calor a base de discusiones, marchas y consignas, envuelto en un furor de esperanza y urgencia por cumplir con un deber histórico de mi condición generacional y humana.

Por mi parte, hubo textos, palabras y acciones. Fui coherente con el sustantivo rojo que enarbola la revolución hasta donde el límite de la violencia lo permite. Toleré cualquier cantidad de comentarios estúpidos y retrogradas contra mi ideología y mi praxis, consciente de que era el momento de no detenerse ni dar pasos en retirada. Había una esperanza; y había fe —ahora debo llamarla así— en que el resto de la gente se uniera. Un católico anda de rodillas hasta la Villa; nosotros marchábamos, pero el resultado parecía ser el mismo: el mundo sigue girando en la dirección equivocada, sin milagros y sin conciencia.

Podría seguir protestando todos los días en la calle, sin hastío ni vergüenza, porque las demandas son justas y para que el resto se percate de que hay quienes no bajaremos los brazos nunca, hasta ver, aunque sea, un rayo de sol colarse por entre el cielo nublado. Sin embargo, a nadie le pesa un puñado de inconformes cuando está claro que seguirán así, solos.

Por eso el paréntesis. Debe existir algo, en el fondo de la creatividad humana o en lo más profundo de su corazón, para provocarle un reflejo al otro, al que está pasivo. Mas ahora lo desconozco. Existe la teoría de que nos falta caer hasta lo más profundo; pero no alcanzo a comprender qué clase de especie somos como para no considerarnos, después de 90 mil muertos, casi 60 millones de pobres y una reforma laboral que sabe a escupitajos en la cara y patadas en los riñones, en el suelo de la inmundicia. Personalmente, creo que estamos en el peor país posible, ¡porque no quisiera llegar más abajo! ¡Nuestra cultura no se lo merece!

Aunque, a pesar de mis plegarias, el grave error que cometió este país en las urnas, en julio pasado, apunta a que seguiremos en picada, hasta el infierno o algo así de perverso. Pero, aun con la semejante tragedia griega —en sentido literario y contemporáneo— que se nos avecina, dudo que en seis años vaya a ser suficiente para que esta sociedad reaccione. Estoy seguro de que seguiremos saliendo a las calles los mismos de siempre, pero mientras las televisoras sigan conservando sus elevadísimos ratings y la corrupción, la indiferencia y el egoísmo sean el pan de cada día, tanto en la cumbre de la política como en el común de los ciudadanos, nada de lo hecho hasta ahora será suficiente. Por eso me tomo un respiro, para recapacitar en cuanto al modo de acercarme a los desinteresados y de confrontarme con los equivocados. A veces, ni siquiera la imposición armada de una mejor realidad me parece que valga la pena si el resto no está convencido de ella.

Ha llegado el momento de explorar nuevas posibilidades: puede ser que en la generación de nuevos discursos se encuentre el secreto para espabilar al ciego, al sordo y al mudo. Esa es mi nueva búsqueda y mi más importante lección tras esta larga insistencia agresiva, a la cual no renuncio, sino que preténdola renovar. No quiero ser quien calle, ni mucho menos quien ceda.

No me rindo; más bien, insisto.